🏢 La madurita del ascensor: mi vecina me hizo hombre

Siempre me cruzaba con ella al final del día. Vivía en el piso de arriba. Morena, curvas de infarto, labios pintados y un perfume que me dejaba embobado. Una de esas mujeres que no piden permiso, que no necesitan presentación. Yo, 23 años. Ella… cerca de los 40. Divorciada, según los rumores. Y muy segura de lo que provocaba.

La primera vez que compartimos el ascensor, apenas pude articular palabra. Llevaba un vestido ajustado, sin sujetador, y un escote de escándalo. Su mirada bajó a mi entrepierna. Sonrió. —¿Vas al gimnasio o lo llevas de serie? —me soltó sin filtro. Tragué saliva. No supe qué contestar. Ella ya había ganado.

Desde ese día, nuestros encuentros se volvieron frecuentes. Siempre coincidíamos a última hora. Ella con ropa de estar por casa, pero siempre insinuante: shorts pequeños, camiseta sin mangas, a veces sin ropa interior. Yo bajaba al buzón con cualquier excusa, solo para encontrarme con ella.

Una noche, volví tarde del trabajo. Estaba solo en el ascensor. Justo cuando se cerraban las puertas, ella entró corriendo. Llevaba una bata ligera, abierta. Debajo… nada. Ni sujetador, ni bragas. —Ups… espero que no te moleste mi look de guerra —me dijo con una sonrisa torcida. Mi polla se puso dura al instante.

Ella lo notó. Se acercó. —¿Eso es por mí… o siempre saludas así a tus vecinas? —Siempre que la vecina está tan buena como tú —respondí, armándome de valor.

No hubo más palabras. Me empujó contra la pared del ascensor y me besó. Fuerte, húmedo, descarado. Sus manos bajaron por mi pecho, mi vientre… hasta que me desabrochó el pantalón y metió la mano. —Mmmm… más grande de lo que esperaba. ¿Nunca te has tirado a una madurita?

Negué con la cabeza. Ella sonrió. —Pues prepárate, nene. Vas a aprender lo que es una mujer de verdad.

El ascensor se detuvo en seco. Pulsó el botón de parada de emergencia. La luz de alarma se encendió, pero a ninguno de los dos nos importó. Ella se agachó, bajó mis pantalones y empezó a chuparme. Con experiencia, con ritmo, con gemidos bajos que me hacían temblar. Yo le sujetaba el pelo, sin creerme que todo eso estuviera pasando ahí, entre pisos, a medianoche.

Cuando estuvo bien duro y empapado, se levantó, se apoyó contra la pared, se subió la bata y abrió las piernas. —Fóllame, aquí mismo. Ya no aguanto más. Me metí dentro de ella sin pensarlo. Estaba húmeda, caliente, apretada. Se agarraba a mí con fuerza, jadeando en mi oído. Me decía cosas sucias, me llamaba niño, me decía que me iba a volver adicto a su coño.

Y lo hizo. Me corrí dentro de ella con un gemido ronco, mientras sus uñas me arañaban la espalda. Luego, sin soltarme, me besó el cuello y susurró: —Esto fue solo la bienvenida. Ahora cada vez que me veas, vas a tener una erección. Y yo… voy a disfrutar provocándola.

Desde entonces, cada vez que compartimos el ascensor, algo pasa: una caricia, una mamada rápida, un polvo contra la pared. No somos pareja. No somos amigos. Solo somos dos vecinos sucios con demasiadas ganas… y cero vergüenza.

Ella me convirtió en un adicto. A sus labios, a su coño, a su poder. Y todo empezó con una mirada y un “ups” en bata.

👠 ¿Te atreves a subir conmigo en el ascensor?

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